Advertencia:
“Esta historia
está basada en hechos reales, pero con grandes dosis de interpretación personal.
Podría
ser que cualquier parecido con la realidad, fuera mera coincidencia”.
Hace unos días
salió una noticia en prensa. Hablaba de otro continente y de un voluntario que
cuidaba enfermos infectados con un virus mortal. El hombre se había contagiado
y urgía tratarle. Las autoridades decidieron trasladarlo a su país,
concretamente, al hospital donde yo
trabajo.
Se pidió personal voluntario para atenderle. Muy pocos nos ofrecimos. Nos dieron formación intensiva y breve, a marchas forzadas, sobre la enfermedad, el virus, el protocolo oficial y los equipos de protección personal. Hubo mucho de autodidacta en esa formación. Estábamos aterrados. Podías contagiarte, contagiar a otros, a la familia... Sabíamos que era una enfermedad mortal, muy contagiosa, sin cura. El paciente venía para un tratamiento experimental.
A pesar de
nuestros cuidados y de nuestro trabajo, nuestra lucha a su lado y nuestra
dedicación, el cooperante murió. Sus últimos momentos fueron los más duros.
Justo cuando la enfermedad era más contagiosa.
Unos días más
tarde, comencé con fiebre. Fui a notificarlo, pero me tranquilizaron porque no
era elevada. Sin embargo, rápidamente, mi estado empeoró, cada vez me sentía
más débil, más cansada, más enferma, menos dueña de mí y de mi cabeza. Horrorizada,
recordaba que había estado con el voluntario enfermo.
De repente,
todo se precipitó. Ambulancia, Hospital. Me aislaron en una cabina. Nadie
quería tocarme salvo con los equipos de protección y triple guante. Dejé de ver
caras, gestos, de oír voces nítidas, nadie volvió a tocarme a piel descubierta.
A partir de entonces, todo a través de filtros; mascarillas, gafas de
protección, gorros, guantes…
Tardaron un
poco en confirmarme el diagnóstico. Confieso que lo sospeché. Estaba aterrada y
me preocupaba mucho mi familia. Me aislaron en una habitación y dejé de tener
contacto directo con el mundo. Gracias al móvil pude hablar con los míos. Eso
me hacía mucho bien. Pero también recibía llamadas. A veces no sabía bien con quien
hablaba. Me preguntaban sobre lo que había dicho o hecho los últimos días, con
quién había estado, a quién había tocado, dónde fui cuando empecé a enfermar...
No me encontraba bien. Trataba de obedecer, contestar con sinceridad... A veces
las ideas iban y venían y me sentía confusa. Empecé a dudar sobre lo que había
hecho o dicho, con quién había estado o lo que había pasado. Me preocupaban mis
compañeros. Esos que entraban en la habitación forrados con un traje espacial
en el que yo sabía que sudaban a mares y les impedía moverse con libertad.
Procuraba animarles y les insistía en que no hacía falta que entraran con tanta
frecuencia. A pesar de encontrarme fatal, prefería valerme por mí misma y
minimizar su riesgo al máximo.
Contribuí con
mi trabajo y dedicación, al cuidado de un paciente terminal infectado por un virus mortal. Lo
hice voluntariamente y, de repente, yo era una mentirosa, una inepta. Había puesto en riesgo a gente inocente. Voluntariamente me
jugué mi vida, la de mi familia y la de todo aquel que se pusiera cerca por atender a un ser humano. A
cambio, se olvidaron de que era profesional sanitario y pasé a que se me acusara de asesina.
Nunca planeé
hacerme famosa por un motivo como este. No estaba en mis planes ni lo deseé en
mis peores pesadillas.
En este tiempo
ha habido seres humanos que me han crucificado. Es normal. Son personas ignorantes y temerosas.
El miedo y la ignorancia buscan culpabilizar.
Ha habido
personas sin escrúpulos que han trabajado muy duro por conseguir una foto mía
en las peores circunstancias, incluso una declaración en la que me autoinculpara,
cualquier dato morboso por hacerse famosos o ganar audiencia. A estos podría
aconsejarles que se presentaran voluntarios para autoinfectarse y gestionar su
propia enfermedad.
Pero también
sé que ha habido personas inteligentes y solidarias que siempre estuvieron de
mi lado. Que no me juzgaron sin pruebas, que las buscaron y me defendieron a
capa y espada sin miedo. Personas que buscaron soluciones sin quedarse en crucificar
culpables. Gracias a esas personas, sé que puedo seguir confiando en la
humanidad.
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